La Esquina de Gustavo: Lo que nunca podré ser

Aunque nació en Arequipa, el autor creció en Cusco, donde heredó de su padre la pasión por el Cienciano. Entre recuerdos de infancia, gradas repletas y el histórico triunfo en la Copa Sudamericana, reflexiona sobre la identidad, el arraigo y lo que nunca podrá ser: hincha del Melgar, el club de su tierra natal.

El tema me daba vueltas en la cabeza hace ya unos meses. Un día, a la salida de la presentación de un libro solté aquello que me inquietaba. Alrededor de una mesa junto a un grupo pequeño de escritores y periodistas les dije que me jodía no poder ser hincha del Melgar, el equipo más amado por los arequipeños.

No recuerdo ahora las palabras exactas, pero aproveché el espacio y las cervezas para contarles que pese a haber nacido en Arequipa, desde muy pequeño me fui a vivir a Cusco junto a mis padres. Allí, en la Ciudad Imperial, además de cantar el himno de los cusqueños, caminar por sus calles —algunas con nombres en quechua—, conocí a temprana edad el fútbol. El culpable fue mi viejo.

Casi todos los domingos, cuando el Cienciano jugaba de local, solíamos ir mi hermano, mi viejo y yo al estadio. Era un ritual infaltable. Por entonces yo tendría algo de 6 o 7 años y entrabamos de ‘yapa’, o sea no pagábamos entrada. Fueron incontables las veces que vi en la cancha a aquel histórico equipo que, por aquellos años, lograría ganar la Copa Sudamericana y convertirse entonces, y hasta hoy, en el único club peruano en lograr títulos internacionales.

La memoria no puede retener todos los detalles, pero si la esencia de ellos. Y hay algunas escenas que uno recuerda más que otras. Los domingos más picantes alrededor del estadio Inca Garcilaso de la Vega era cuando llegaba el Melgar de Arequipa. Era el Clásico del Sur y el partido no se jugaba solo en el verde, sino desde las tribunas. Los hinchas —incluido mi viejo claro— compraban plátanos, naranjas y mandarinas a las afueras del recinto e ingresaban con alimentos a las graderías.

Cualquiera pensaría que el objetivo de aquellas frutas era únicamente servir de refrigerio saludable, pero no. Tenían una finalidad adicional: cuando alguno de los jugadores del club arequipeño se acercaba a una de las tribunas, por ejemplo, para sacar un lateral recibía de regalo las cáscaras de plátano, naranjas y mandarinas. La idea era incomodar al rival con todo lo que se pudiera, incluido los clásicos canticos de burla y mofa.

Esos partidos Cienciano vs Melgar tenían todo lo que un clásico amerita: estadios repletos; jugadores peleando cada bola, como si fuera la última de sus vidas; insultos al árbitro, tarjetas amarillas, rojas; coraje, empuje, groserías y más entre los jugadores; buenas jugadas de ambos equipos y al final un resultado a veces favorable para los ciencianistas, y otras no tanto.

Creo que la devoción de mi viejo por el equipo rojo fue lo que me hizo hincha de ese club. No se perdía un partido del “Papá”. Lo más loco que hizo y hasta ahora recuerdo fue su viaje a Arequipa para la final de la Sudamericana entre Cienciano y River.

Yo estudiaba en un cole que — esto si recuerdo claramente — se pagaba 30 soles de mensualidad. Por situaciones X que tal vez algún día me anime a contarlas por aquí, la deuda de pago por mi educación se había acumulado a unos cuantos cientos de soles.

Fue, en ese escenario, y por aquellos meses, que el club cusqueño logró con esfuerzo, perseverancia y muchas cosas más, avanzar en el torneo internacional, y, llegar hasta la final. Logró un histórico empate de 3 a 3 en el Monumental de River en Argentina y el partido de vuelta se jugaría en Arequipa, en el estadio de la UNSA.

A mi viejo, literalmente, la deuda con el colegio le llegó. Agarro sus ahorros, o tal vez se prestó dinero —nunca llegue a preguntarle ello—, y se embarcó en un viaje en bus hasta tierras arequipeñas. Y para demostrar que su hinchaje iba por encima de todas las cosas, se compró una camiseta original de su equipo marca Aries. Calculó que se gasto más de 400 ‘lucas’ en esa aventura.

El viaje si valió la pena. Fue aquel diciembre de 2003, que siendo un niño lloré de emoción por mi equipo que salía campeón de la Sudamericana. Tenía apenas 6 años, estaba a unos días de cumplir 7 y las calles cusqueñas eran un verdadero jolgorio. Las personas lloraban de emoción, la gente gritaba, los carros tocaban la bocina sin parar y mi mamá me abrazaba muy fuerte. Ese recuerdo lo tengo presente siempre.

La historia que les cuento la conté, en parte, aquel día a mis amigos periodistas y escritores. Uno de ellos me dijo algo así como: “no te sientas mal por no poder ser del Melgar, al final eres hincha de un equipo y amas el fútbol, eso es más que suficiente”.

Han pasado ya más de 20 años de aquel recuerdo y ahora con el paso del tiempo siento tranquilidad y agradezco a Mauricio, mi papá, por haberme enseñado la pasión por el fútbol y las lecciones que este deporte te da seas del equipo que seas. Te quiero tanto viejo.

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Sobre el autor:

Gustavo Callapiña Diaz (1996) Arequipeño. 28 años. Nací el último día del año 1996. Estudié Periodismo en la Escuela de Ciencias de la Comunicación de la UNSA. Comencé a laborar como redactor de política y sociales en el Diario Sin Fronteras (2019). Trabaje en el Diario El Pueblo (2019-2021) y fui corresponsal para el medio digital OjoPúblico en la región Arequipa. Realicé prensa institucional en el Gobierno Regional de Arequipa (2022), y actualmente me desempeño como gestor de comunicación en la Universidad Nacional de San Agustín y soy jefe de prácticas en el programa de Periodismo de la misma universidad.