Las Cartas de Lu: Princesa Oriana

Oriana llegó para transformar cada miedo en una lección de valentía. Creció hacia afuera y hacia adentro, enseñando que el temblor no impide avanzar y que sentir también es parte del camino. Su historia revela cómo una niña puede convertirse, sin proponérselo, en una revolución emocional.

Oriana llegó un mes antes de mi cumpleaños, menudita y apurada por conocer el mundo. Aquel día su mamá fue por un chequeo al hospital y por la noche ya nos tenía fascinados con su presencia en casa. Desde entonces, esos bracitos pequeños, las pestañas largas y esos ojos chinitos, que siempre parecen descubrirlo todo antes que uno, se volvieron parte de mi vida.

Cada vez que grita «Tía Lu, mi Tía Lu ya está aquí», todo se me olvida. Me cura. Y también me enseña, en silencio, cosas que a veces los adultos olvidamos.

Cuando era pequeña, un domingo en el parque, Oriana temblaba de miedo sobre el columpio. Se sentó con su mamá y lloró. Se sentó sola y lloró. Me senté en el columpio de al lado para que vea que no pasaba nada… y aún así lloró. Su temor nos sorprendió, porque ella siempre fue de esas niñas que se caen, se limpian y se levantan sin hacer mayor drama. No insistimos más en columpiarla. Pero curiosamente, incluso con lágrimas en los ojos y a moco tendido, ella sí insistió.

Tiempo después entendí que la dificultad genera evolución, frase que escuché de Luciana Olivares pero que, honestamente, no comprendí hasta que vi a Oriana, tres meses más tarde, pedir que la suba otra vez al columpio.

—¡Mira, tía! —me dijo llena de felicidad mientras tiraba su cabecita hacia atrás.

Sola. Sin las piernas de su mamá, sin que nadie la empujara.

Con los años, y ahora con sus 11, me he dado cuenta de que Oriana no solo crece hacia afuera: también crece hacia adentro. Es líder. Es inteligente. Observa. Se da cuenta de todo. Siendo hermana mayor, entiende la responsabilidad como pocos niños de su edad, y cuida de sus hermanos con una mezcla de ternura y firmeza que sorprende.

Le encanta el vóley y está enfrentando un campeonato donde, estoy segura, vive momentos parecidos al columpio: ese miedo inicial, el temblor interno, las ganas de retroceder. Y aun así avanza. Lo que hemos tratado de inculcarle —su mamá, yo, toda la familia— es que incluso con miedo se continúa. Y ella nos lo ha demostrado desde chiquita: que llorar no la detiene, que equivocarse no la frena, que sacudirse y seguir es parte de su naturaleza.

Pero también he visto algo más: Oriana guarda cosas. A veces siento que se prohíbe el dolor, que carga con la idea de que, por ser la hermana mayor, debe estar siempre fuerte, siempre entera, siempre correcta. Y eso es lo que no quiero para ella. Quisiera que conozca la belleza de derrumbarse, que entienda que está bien sentir, que está bien equivocarse, que está bien pedir ayuda, que está bien llorar aunque haya gente alrededor.

La última vez que estuvimos juntas, me dijiste: «Tía, tengo miedo de que acabe el colegio y la primaria, porque ya no voy a volver a ver a mis amigas… porque voy a crecer y voy a ser adulta». Te escuché, mi amor, y te entendí. Te abracé y te dije: «Sí, crecer también da miedo. Pero es parte de vivir. Lo mejor que puedes hacer es habitar cada etapa como si fuera única. Si ahora eres una niña, disfruta de serlo. Cuando seas adolescente, aprende a ser adolescente. Cuando seas adulta, abraza lo que venga. La vida es eso: entender dónde estamos y permitirnos vivirlo con el corazón despierto».

Porque esa sensibilidad que tienes —ese corazón que siente todo, que teme despedidas antes de que lleguen, que se pregunta por el futuro aunque aún estés chiquita— también es parte de tu magia. No quiero que la pierdas. No quiero que te prohíbas sentir. Quiero que aprendas que llorar, dudar, temblar, también es crecer.

Quiero verte grande. A ti, a tus hermanos, a todos. Quiero verlos convertirse en personas sensibles, fuertes, libres y auténticas. Pero lo que siento por ti es especial. Agradezco mucho a la vida, y a tu mamá, por haberme permitido quererte así, de una manera que yo no sabía que podía querer.

Porque me has enseñado un amor distinto: un amor que enseña calladito. Un amor que sorprende porque llega desde una niña que no sabe lo que significan palabras como resiliencia u optimismo, pero las encarna de forma natural.

Tus bracitos chiquitos diciéndome «Tía Lu», tu sonrisita iluminándose cuando me ves… eso me cura. Me ha curado en momentos donde ni siquiera tú eras consciente de lo mucho que te necesitaba.

Ganes o pierdas este campeonato, mi amor, no te estás deteniendo. Estás viviendo. Y eso, Oranita, está más que bien.

La dificultad genera evolución. Y tú, mi niña, eres una revolución completa en mi forma de amar.

Acompaña el final de esta lectura con: Agüita del Equilibrio de Alejandro y María Laura

Lista para la aventura
Con tus zapatillas de pega pega
Te caes, te limpias y te levantas
Te asustas y quieres hacerlo otra vez.

Sobre la autora:

La autora se revela con una profunda sensibilidad, marcada por una capacidad innata para amar con intensidad. Su voz es íntima y brutalmente honesta, con una prosa profundamente humana. Se nos presenta como una figura misteriosa que prefiere mantener su rostro oculto, sin embargo su escritura es un acto de valiente desnudez emocional.